Me para un día en mitad de la calle y me dice:
—¿Es verdad que tú eras amigo de mis padres?
Parece una pregunta inocente, pero no lo es.
Era la víspera de San Juan, ya sabes, los preparativos de la verbena, el inicio del verano… se escuchaban ya los petardos de la fiesta y la niña llevaba en la mano una bolsa de petardos, cohetes, bengalas y esas cosas. Recordé cuando yo era crío y tiraba petardos con su padre por el barrio. Nos gustaba tirar de los gordos, de esos que no tiene sentido tirar si no sirven para volar cosas: ladrillos, buzones, papeleras, cerraduras, ya sabes… hacíamos bastante el gamberro.
Bueno, total, que tengo a la niña ahí delante, cerrándome el paso con autoridad, digna hija de su padre. Yo llevo en la mano las bolsas de la compra y me siento algo ridículo. Quisiera sacarme a la mocosa de encima, pero no sería justo. Alguien le debe a esta cría una explicación y siento que tengo cierta responsabilidad. La miro a los ojos y le digo que sí. Un sí grave, profundo, salido de la más oscura cueva de mi memoria. Tiene casi catorce años y le digo que le contaré cosas, pero que es la verbena de San Juan, que tire petardos y se divierta esta noche con sus amigos. Que venga a mi casa cuando quiera, «pero hoy no».
Me da la espalda, se dirige hacia su pandilla de amigos. A medio camino se gira y me sorprende mirándola. Y yo me sorprendo mirándola con el mismo deseo con el que miraba a su madre. Me dice:
—Vale, iré mañana.
En el aire flota ya ese característico olor a pólvora, dulzón y penetrante.
La veo a menudo jugar en la calle, como había jugado yo mismo con su padre a su edad. Tiene la misma energía y esas mismas dotes de mando, esa capacidad de ser la líder en todos los juegos. Ese puto liderazgo natural que tanto me hizo odiar a Héctor. Le he visto también esa peligrosa mirada de infinito agobio cuando va con su abuela al mercado de Santa Caterina. Lo sé bien: refleja el hastío por la vida tranquila y cotidiana. El desprecio de la comodidad. El odio hacia la rutina. Es la llamada de la jungla.
Esa mirada y esos ojos, oscuros como el asfalto, son los de su madre. Su nariz fina y puntiaguda, desafiante, es la de su madre. Y su boca apunta ya la misma voluptuosidad que, veinte años atrás, excitó a todo hombre o muchacho entre la Vía Layetana y la Ciudadela, entre el Arco del Triunfo y la Plaza Palacio. El viejo barrio. Se adivina el mismo cuerpo y también la misma sensualidad despreocupada, fría, que envenenó las esperanzas de esos muchachos y no tan muchachos. Incluso se llama como ella: Carmen.
Pero la personalidad es la de Héctor: triunfadora, avasalladora, encantadora… puede que también malvada. Esa personalidad que consiguió alcanzar la fruta más alta y deseada de todas y la hizo madurar entre sus manos hasta destruirla. La misma personalidad que amargó y pudrió tantas vidas.
En fin, como te decía… ¿o no lo he dicho aún? Esperaba aquel abordaje, igual… igual desde que la sostuve una vez en mis brazos cuando era un bebé, fíjate tú. De alguna forma supe que cuando creciera vendría a mí, como no podía ser de otra forma. Tarde o temprano yo aparecería en alguna conversación familiar, en una de esas conversaciones supuestamente inocentes sobre los orígenes de uno. Aunque en los orígenes de esta niña no hay mucho de inocente y, para bien o para mal, yo tengo algo que decir o algo que callar sobre eso. Lo que viene a ser lo mismo, si lo piensas bien.
¿Te he dicho ya que me sentí algo ridículo? Yo venía de comprar cuando me abordó. Llevaba bolsas en las dos manos y una mocosa de catorce años me corta el paso y me obliga de sopetón a recordar un pasado que llevo media vida queriendo enterrar. Sentí el mismo escalofrío que se experimenta al ver a un fantasma. Lo sé bien. Héctor, tantos años después, a través del tiempo y de la muerte, volvía para controlar mis emociones, para hacerme sentir inseguro y poca cosa. No digo que no me lo merezca. Al fin y al cabo, yo lo maté. O casi. Tiene derecho a atormentarme, eso no se lo voy a negar.
Pero, joder, la verbena de San Juan es para que arda lo viejo, se supone. Y es que la gente se empeña en celebrar la vida cuando lo señala un calendario. Pero la vida viene como viene. Verbena de San Juan, las fiestas del barrio, fin de año… noches de borrachos, noches de peleas, noches transformadoras de vidas. Noches para conocer el amor y olvidarlo al amanecer. Noches de bebida cara y cocaína. Noches que invitan a dejar algo atrás para empezar algo nuevo, después de una fiesta de transición salvaje. Solo para volver a encontrar, a los pocos días, los mismos fantasmas de siempre. Una puta mentira, un ciclo de autoengaño sin fin… en las hogueras de San Juan arde lo viejo, pero los recuerdos se alimentan en el presente. A poner cara de circunstancias y vivir con ellos y emborracharse tres veces al año le llamamos sobrevivir. Somos unos cutres, ¿no crees?
Perdóname la filosofía barata, tío, eso no lo pongas en el libro si no quieres, lo quitas y ya está. Qué te voy a decir, al final pondrás lo que te dé la gana, ¿qué más da? Yo te lo cuento todo como fue, o al menos como lo viví o como lo recuerdo, y luego tú lo adornas para que suene bien y esas cosas que hacéis los escritores. Yo no me he leído un libro entero en mi puta vida. ¿Qué sabré yo? Me callo ya y sigo con la historia que has venido a escuchar…
Luego de aquello, de que la cría me preguntara en mitad de la calle, me fui a casa y empecé a darle vueltas a la cabeza. Me planteaba mentirle a la cría. El tema era: ¿tenía derecho a mentirle o, en realidad, estaba obligado a hacerlo?
Oscurecía, la intensidad de los petardos iba subiendo. Cada año me gustan menos y el olor a la pólvora me pone malo. El olor trae recuerdos, ya sabes. Desde mi balcón veo a los niños jugar con el fuego, veo a Héctor a mi lado y se ríe. Me gustaría que no fuera un fantasma, me gustaría preguntarle lo que debo decirle a su hija, si debo decirle la verdad. Me gustaría saber si quiere que conserve un ideal de su padre o quiere que sepa cómo era en realidad. Pero él ríe como cuando éramos niños, con esa malicia traviesa y llena de confianza en sí mismo, con esa seguridad y esa despreocupación de no tener responsabilidades hacia nada ni nadie.
Podía atropellar con la bicicleta, a propósito, al gato de la vecina y reírse igual; pero luego era capaz de darle a esa mujer la noticia llorando a lágrima viva, como si hubiera sido un accidente. Llamaba por teléfono a las madres de los chavales del barrio. Se hacía pasar por policía o médico y les decía que su hijo estaba grave en el hospital, mientras se reía entre dientes tapando el auricular del aparato con una mano. Podía pinchar las cuatro ruedas de cada coche aparcado en el barrio por hacer una gracia. Una broma, como él decía. Y, ya siendo hombre, podía abrirle la cabeza a cualquiera para costearse una dosis de heroína y seguir riendo. Y yo tras él, cómplice casi siempre, a remolque suyo, riendo como una hiena. Escandalizado, pero sumiso ante el líder.
Ahora está muerto, lleva muerto mucho tiempo. Y sigue riéndose porque los muertos no rinden cuentas ante nadie. Una vez más elude la responsabilidad. Una vez más, debo enfrentarme a su fantasma, consciente de mi traición. Le traicioné porque le odiaba. Y le quería, eso también. Así era, despertaba ese tipo de cosas. Yo dependía de él, no era capaz de dar un paso sin su aprobación y cuando hacía algo por mi cuenta siempre pensaba «¿Qué haría Héctor ahora?». Lo peor de todo fue cuando me enamoré de ella, como cualquier otro chaval del barrio. Ya sabes esa parte: le eligió a él, por supuesto. Quizá no me hubiera importado si hubiera elegido a cualquier otro. Pero no a Héctor. Eso me jodió de verdad. Aunque no podía ser de otra manera. Nadie más era digno de ella, para lo bueno y para lo que nos jodió la vida a todos.
Siempre íbamos los tres juntos a todas partes y, cómo no, yo a remolque. Ellos dos proponiendo y yo aceptando, en parte por gusto propio, en parte por parecerme más a ellos, por no ser despreciado. Siendo perfectamente consciente de mi miseria como hiena de segunda clase, pero aceptado por la pareja dominante. Había otros en la manada, aunque iban y venían. Por eso Héctor decía que yo era el capitán de la banda, pero claro: tan solo era su correveidile.
Quien juega con fuego acaba quemándose tarde o temprano. Tenía eso muy presente desde la verbena en la cual, haciendo volar los más variados objetos, una mecha defectuosa hizo estallar prematuramente una papelera o algo así y un trozo de metal me partió la ceja. Me quedé sentado, aturdido y sangrando en el suelo, cegado por la explosión, con los oídos doloridos y pitando, hasta que pude escuchar la risa de Héctor. De entre el fogonazo persistente en mi retina apareció su figura y, cuando dejó de burlarse, dijo algo que bien pudiera haberlo dicho mi padre: «¿Qué esperabas?». Cierto: ¿qué esperaba? Eso se me quedó… no sé cómo decirlo. ¿Adherido al alma? Ponlo así en el libro, me gusta cómo suena. Adherido al alma.
Años después, cuando le vi por última vez tirado en la calle, caí en la cuenta de que un día pagamos nuestras cuentas. No puede uno bajar a los infiernos y regresar con las manos limpias. Gozando de algo como la heroína sabes que un día u otro pagarás el tributo exigido por tan alto placer. No te importa. El que nunca la ha probado no entiende esto. No, no te importa una mierda pagar un precio porque el caballo te lleva justo ahí donde tú siempre has querido estar. Imagina el mejor de tus sueños, llega al máximo nivel de placer y luego multiplícalo por diez. Así es un chute. Cuando regresas crees estar en el puto infierno, por eso tu maldita obsesión es conseguir otra dosis. Haces lo que sea para conseguirla. Lo que sea. Pero un día cualquiera ya no puedes volver a ese lugar. Parece que llegas, pero apenas lo rozas con los dedos se disuelve en la nada. La desesperación que sientes ese día, y todos los jodidos días que vendrán a partir de entonces, es de lo que se alimenta la heroína. Te aseguro que ese precio lo pagas, quieras o no, te importe o no.
Toda la banda acabó pagando el precio. De hecho, medio barrio acabó pagando ese precio. Bueno, eso ya te lo sabes, tú estabas. Siempre fuiste un tío espabilado, con tus libros y eso. Pero a lo que vamos, que la historia es la historia…
Cuando salí del psiquiátrico convaleciente de un brote psicótico inducido por drogas, decidí por mí mismo. Por primera vez en mi vida. No quería acabar tirado en un callejón lleno de basura como cualquier otro yonqui. No volvería a ser una hiena más de la manada. Pero la diosa Heroína, omnipotente desde el primer día en que la adoras hasta el día en el que la odias, te habla al oído desde el rincón más oscuro de ti. Y vuelves a ella como un sumiso adorador, una y otra vez. Entrar y salir del hospital se convierte en una rutina. Enganchado, desenganchado, enganchado otra vez y vuelta a desengancharse.
Para Héctor se convirtió en un juego. Él sabía cómo conseguir el caballo sin falta. Era una buena manera de someter a la manada, pero apuesto mi vida y no la pierdo a que también disfrutaba viendo cómo volvía a él cuando estaba limpio. Disfrutaba tentándome. Disfrutaba cuando le rechazaba una dosis de regalo «por los buenos tiempos». Disfrutaba cuando cedía, sumiso y dócil como buena hiena de segunda clase que era, y aceptaba ese chute de regalo «por los buenos tiempos» aun sabiendo que pagaría un precio mucho más alto que el de la vez anterior. Y así una y otra vez. ¿Sabes esos ratones que dan vueltas en una ruedecita de plástico dentro de sus jaulas? A veces sueño que corro en una de esas, mientras la cabeza gigante de Héctor se ríe tras unos barrotes. Al final es verdad eso de que quien ríe el último, ríe mejor.
Creo que cuando traicioné a la banda estaba enganchado, no lo sé seguro. Es que yo veía leones por la calle y a veces las farolas se me convertían en serpientes, ¿sabes? Es complicado decir si estaba colocado o deliraba o estaba pasando la abstinencia. Sea como sea, no creas que digo esto como si fuera una excusa. Sabía perfectamente lo que hacía. Eso lo tenía claro, te lo prometo. Igual no recuerdo muy bien quién propuso el plan de atracar la joyería. Creo que fue el Peluca. En esa época venía bastante con nosotros.
Todo vino porque Héctor tuvo una idea de puta madre. Conoció a una gente que manejaba mucho caballo. Nada de papelinas que pasábamos a los yonquis del barrio para costearnos nuestra propia dosis. Se trataba de una cantidad que nos permitiría ser los reyes del mambo, ¿sabes? Todos los matados del mundo sueñan con algo así, pero nunca sale bien. El caso es que necesitábamos una buena cantidad de guita para pillar el caballo. Así salió lo de la joyería. Sí, fue el Peluca, seguro, porque me acuerdo de que fue él quien tenía los hierros: una recortada que te cagas del miedo que daba y un par de revólveres pequeños. Había uno que ni funcionaba. Daba igual, porque no teníamos balas para ninguno de los dos. Solo cuatro o cinco cartuchos para la recortada. Pero nos pareció suficiente para entrar a grito pelado a una joyería, acojonar a todo el mundo y conseguir la pasta. ¿Qué coño sabíamos nosotros, que como mucho habíamos robado alguna tienda a punta de navaja?
Vivíamos en un piso vacío de la calle Puerta Nueva, donde habían estado los antiguos lavaderos. El edificio ya no existe, en esa época ya estaba en ruinas y era un nido de yonquis, vagabundos y desgraciados. ¿Cómo les llaman ahora? Eso mismo… okupas. Bueno, pues éramos okupas y en esas ruinas estábamos, aparte de Héctor, Carmen y yo, el Pelucas y un par más de los que iban y venían.
No recuerdo exactamente qué pasó cuando decidí acabar con mi miseria. Vete a saber, flipaba tanto en esos días… mi idea era meterme una sobredosis a sabiendas. Incluso ya tenía las dos papelinas de las que iba a sacar un último chute. Estaba en la cama de mi habitación y les escuche follar en la habitación de al lado. No disimulaban. Les escuchaba follar cada vez que lo hacían. Últimamente no era mucho, por eso sé que aquella noche fue cuando ella se quedó preñada de la cría. Maldita suerte. Fue la misma noche en la que yo decidí que no podía terminar con todo sin haberme llevado por delante a Héctor. Luego, me daba igual lo que pasara. En ese momento ya era por puro odio. Ya no me quedaba ni un resquicio de amor por él. Le odiaba sin reservas, con todo mi ser. Quería matarlo. Ni siquiera me importaba si moría ella también, no me importaba si el mundo entero reventaba de una puta vez. Puro odio, ya te digo.
Por la mañana me fui a la comisaría de Vía Layetana y lo largué todo. Me pasaron a una habitación con solo una mesa y una silla. No había un cristal como esos de las películas, donde te ven desde el otro lado. Solo una mesa y una silla. No sé el tiempo que estuve allí. Luego entraron dos de paisano y me interrogaron. Largué absolutamente todo. Y más que hubiera sabido, más hubiera largado. Cuando terminé, uno de los policías me preguntó que qué quería yo a cambio de todo eso. Me sorprendí. Había ido a matar a Héctor para quedarme a gusto y luego matarme yo. No supe qué responder porque no quería nada a cambio, esa es la verdad. El policía hizo un gesto de asco y los dos salieron del cuartucho. Más tarde volvieron, me contaron lo que iba a pasar el día del atraco, me dijeron lo que yo tenía que hacer y me soltaron. «Compórtate como si nada, tú todo normal, como siempre, y no te pasará nada», me dijeron.
Y así fue, no hay más. El resto es la historia que todo el mundo conoce. Entraron Héctor y el Peluca, yo me quedé en la puerta de la joyería para controlar y Carmen en el coche, lista para salir pitando. Aunque, claro, yo sabía que de ahí no íbamos a ninguna parte. Y sabía también que Héctor llevaba la recortada y sabía que la pasma sabía que era la única arma cargada. A pesar de ello, cuando escuché los gritos de «alto, échate al suelo», me quedé petrificado. «Al suelo, coño, joder, hijoputa», me decían los maderos cabrones, una y otra vez. Era incapaz de moverme. En esas que salen los otros dos y más gritos todavía. Un cañonazo, así, cerca de mi cara. Me pita el oído, me giro y veo a Héctor detrás de una nube de humo. Otro cañonazo, más humo y luego tiros, como petardos más pequeños. Veo caer a Héctor. Desde el suelo me mira, como sorprendido. Y yo solo puedo pensar «¿Qué esperabas?». No sé por qué, tengo la sensación en ese momento de que él sabe que les he vendido. Seguramente ni se lo imaginó, pero no puedo evitar pensarlo. En el aire se respiraba el olor ese de la pólvora, dulzón y penetrante.
Y bueno, ahí la palmaron los dos, Héctor y el Peluca. Carmen y yo fuimos a la trena por cómplices, pero nos cayó poco tiempo. Me enteré de que ella estaba preñada. Lo que son las cosas: en la Modelo me desenganché del todo y para siempre. Tengo que ser el único cabrón que se desenganchó del caballo en el trullo y no al revés, ya ves tú. Tenía la fantasía de casarme con Carmen al salir y hacer de padre de su hijo, o hija. Eso me dio una fuerza como no he vuelto nunca más a tener. Qué puta mierda de fantasía, tío, estoy fatal de la cabeza. No volví a hablar con ella, pero el día de la joyería no fue la última vez que la vi.
Como te digo, en la Modelo me desenganché. Y mira que ahí se chutaba todo Cristo, había más caballo dentro que fuera, te lo aseguro. Yo era como el bicho raro. Iba a mi bola y nadie se metía conmigo. ¿Te puedes creer que ni siquiera pasé el mono? Nadie se lo cree, pero así fue. Tan simple como te digo: entré en el trullo, pasé de chutarme y ya está. Y hasta hoy, nada. Limpio como los chorros del oro. Y sin pasar el mono. La vida es rara de cojones, ¿verdad?
Un día me soltaron y hasta hoy. Tampoco me han venido ganas de cortarme las venas, ni nada de eso. No te diré que he estado bien, que encontré la felicidad y esas mierdas. He ido pasando la vida y ya está.
¿La niña? ¿Qué pasa con la niña? Escritor cabrón, ¿quieres saber la verdad o solo quieres carnaza para tu libro de mierda? Ya te lo he contado, quiso que le contara la historia de sus padres. ¿Tú qué crees? ¿Crees que se la conté? Aquella verbena de San Juan yo me preguntaba lo mismo. Hace ya varios años, pero me acuerdo más de la verbena que de la conversación con la niña. Vinieron a mí todos los putos fantasmas como si nunca se hubieran ido de mi lado. Estuve hablando con Héctor un buen rato, mientras fumábamos un cigarro tras otro en el balcón, oyendo los petardos y el eco de una orquesta a lo lejos.
Sigue siendo un cabrón, le gusta putearme. Me recuerda la hiena traidora que soy, me dice que el macho alfa de una manada lo es siempre y las demás hienas segundonas de mierda solo pueden olerle el culo y comer sobras. Y yo le digo que vale, de acuerdo, pero que yo sigo vivo y él no. Y el muy hijoputa se ríe, me pregunta si estoy seguro de eso. Entonces a mí me da la paranoia. No sé si el fantasma soy yo… igual sí me di esa sobredosis. Estoy muerto, o alucinando mientras me muero, el caballo tiene esas cosas raras, el tiempo parece como de goma, ¿sabes? Él se ríe. Sabe que esas son el tipo de cosas que antes hacían que se me fuera la cabeza y me metieran en el psiquiátrico. Pero me calmo. Ya no caigo en la manipulación de Héctor. Le vi morir, yo lo maté y se quiere vengar. O igual solo está jugando, porque él es así. O igual todo está en mi puta mente enferma, ¿quién sabe? Igual todo es una puta broma.
—¿Se lo contarás todo… todo? —me pregunta su fantasma, con esa sonrisa encantadora. Encantadora y malvada.
—Vete a tomar por culo —le digo.
—¿Le contarás también que su madre se la chupó a ese colega tuyo el año pasado en un callejón por veinte euros, mientras tú te ocultabas para que no te viera? ¿Y que la reconociste solo por el tatuaje ese que nos hicimos los tres aquella vez? Qué mal anda, ¿eh?, con lo buena que estaba de joven…
En fin, siempre me dice ese tipo de cosas cuando nos vemos. Pero aquella verbena la recuerdo como si fuera ahora mismo. Estoy en el balcón, fumando, con Héctor a mi lado, cada vez más tenue y silencioso. En el aire flota el dulzón y penetrante olor de la pólvora. Sus últimas palabras resuenan todavía en mi cabeza. Ya no escucho apenas petardos, ni el eco de aquella orquesta tan, tan lejana.
Pienso en las mentiras que voy a contarle a la cría cuando venga a casa. Héctor ya no está. Enciendo otro cigarro. El olor de la pólvora me acompaña toda la noche.
Toda la vida.
Siempre me han fascinado las historias de autodestrucción, tal vez porque he sido (y tengo la esperanza de ya no serlo) algo autodestructivo.
También me fascina la metaliteratura, el papel del escritor como parte de la obra y la obra como parte del autor; me encanta confundir los límites de la realidad. ¿Qué es verdad, qué es mentira?
Al fin y al cabo,
la literatura consiste en decir grandes verdades contando grandes mentiras
Pero es que eso de “la verdad” es algo tan relativo…
Este juego es parte del estilo que va conformando mi libro, que editaré y publicaré dentro de poco: La venganza del hombre hiena y otros cuentos del viejo barrio.
Si pudiera definir una sinopsis, diría que es la siguiente:
“Relatos interconectados de una forma de vida que, para mal o para bien, ya no existe. Un escritor de ficción entrevista a las personas involucradas en un sórdido suceso del que fue testigo en su adolescencia. También rememora algunos episodios de su propia juventud en el viejo barrio de La Ribera, Barcelona, e incluye relatos de personas que va encontrando en la búsqueda de los protagonistas”.
Aunque no es del todo verdad. Y tampoco una mentira del todo… digamos que es tan solo ficción.
Como muestra, te comparto uno de los relatos centrales de este libro, precisamente el que le da título: La venganza del hombre hiena.
Hoy has conocido a tres de los protagonistas, aunque sea de pasada y debas esperar más relatos para encontrarte con el resto. Espero que te haya gustado.
Te espero en los comentarios… y si, además, quieres compartir en las redes sociales, ya sería la repera… 😉
Gracias por pasarte y leer.
Es un libro que narra hechos fuertes pero de manera fluida, interesante desde que lo comienzas a leer muy emocionante, te hace sentir en esa época dura.
Gracias por leer y comentar, Pau, me alegro de que te haya gustado. Saludos cordiales 😊
Brillante relato sobrecogedor que rememora lo duro que fue vivir en compañía de la heroína y sus consecuencias. Describe a la perfección la eficacia de la magistral fórmula química ideada, por algunas personas con intereses, para enganchar a cientos de personas en nuestro país. Haciéndoles incapaces, o casi, de dejarla una vez que la probaban. Mi enhorabuena al escritor.
Muchísimas gracias por leer y valorar tan positivamente el relato, Fátima. Un afectuoso saludo 😊
Alejandro, como estás? Muy buen relato. Te dejo mi blog de cuentos breves por si gustas:
https://lanuevatransmision.blogspot.com/
Mil gracias!
A ti, por leer y comentar.
Un gran relato que me ha enganchado desde las primeras líneas y me ha transportado a la época de los 80, cuando la heroína causaba estragos en la sociedad. Es un relato que no cansa en su lectura con un lenguaje llano propio del día a día en los barrios humildes y recupera la forma de llamar a los sitios de sus habitantes de siempre. Me ha gustado el juego de sumergir al lector dándole el papel del escritor al que el personaje le está contando su historia, interpela e involucra de forma magistral. Transmite sin sobrecargar de detalles y de forma muy fluída, aunque está narrando hechos duros. El juego con el tiempo es también muy interesante porque partiendo de un momento concreto en el presente, se habla de acontecimientos y de emociones pasadas que tienen sus consecuencias en el presente y en el futuro de los personajes. No se hace pesado ni al lector. Deja con la curiosidad de qué pasará en siguientes relatos. Merece la pena leerlo, sin duda. ¡Gracias por compartirlo!
Gracias, Cris, es un análisis coherente y has dado en el clavo en varios de los temas clave, no solo de este relato, sino de los que conformarán los Otros cuentos del viejo barrio 🙂 La elección del narrador fue la clave de que estas historias vieran la luz. Te aseguro que este mismo relato tiene 3 versiones más. Lo reescribía y no funcionaba, no había manera, hasta que le encontré su propia voz. Y sabes perfectamente de qué te hablo cuando te hablo de esto 😉 Gracias por comentar, y me alegro de que te guste… ¡un abrazo!
Me ha parecido un relato soberbio. Creas muy bien las imágenes que recibe el lector. Una forma de narrar ágil y con buen ritmo. Una historia que interesa, que engancha hasta el final. Me siento muy afortunada de encontrarme entre tus alumnos. Felicidades y sigue escribiendo, eres un magnífico modelo.
Abrazos
Muchísimas gracias, Mar, me alegro de que te haya gustado y atrapado. Valoro muchísimo tu comentario, tu experiencia y calidad como escritora lo respaldan y significa para mí un gran elogio. Es un placer contar contigo en los cursos. ¡Un abrazo!
¡Qué sorpresa! He leído tu relato de un tirón, sin poderlo soltar… Atrapa. Como lo hace el pasado, la pólvora y la diosa Heroína… Bien escrito. Olé, olé y olé. Con ganas de más.
Viniendo de una escritora como tú, Paula, esto es un halago de primera categoría… ¡Muchísimas gracias! Publicaré en breve algunos relatos más de esta recopilación, veremos cuál de ellos elijo para la próxima entrega. ¡Un abrazo!
Me ha encantado. Es un magnífico relato. Ojalá se me acabe pegando algo y pueda escribir así. Los personajes son muy reales, Haces que me parezca que soy yo la que está escuchando. No quiero contar más pero encuentro que está lleno de emoción
Gracias por tu comentario, Conchita, estoy seguro de que puedes escribir lo que te apetezca de una forma excelente 🙂 Me alegro de haberte emocionado, un abrazo…
Es un relato que te transporta a la época donde la heroína estaba a la orden del día, donde «consumir» estaba bien visto y te hacía sentir mayor. Es muy fácil meterse en la piel del personaje porque su discurso es cercano y coloquial. Me ha gustado mucho y su final espléndido porque hace revivir al personaje su pasado a través de su hija. El pasado siempre nos acompaña y suele volver cuando uno menos se lo espera. Está muy bien escrito y se entiende a la primera. ¡Felicitaciones!
Gracias, María Luisa, me alegro de que hayas entrado tan bien en el relato y te haya gustado tanto. El pasado, desde luego, puede atacar por sorpresa… saludos 🙂
Me ha gustado mucho, Alejandro. Es muy realista y la forma en la que se expresa el protagonista está muy lograda. Te mete en su situación y te hace sentir esas emociones tan devastadoras.
Gracias, María, me alegro de que te haya gustado 🙂 ¡Saludos!
Brillante relato sobrecogedor que rememora lo duro que fue vivir en compañía de la heroína y sus consecuencias. Describe a la perfección la eficacia de la magistral fórmula química ideada, por algunas personas con intereses, para enganchar a cientos de personas en nuestro país. Haciéndoles incapaces, o casi, de dejarla una vez que la probaban. Mi enhorabuena al escritor.
En efecto, fue una época muy dura que viví en la infancia y adolescencia. Hizo estragos y forma parte de la memoria colectiva de casi toda mi generación, lo cual se convierte en material para quienes somos escritores. Todo lo que rodea al submundo de la heroína y sus “efectos colaterales” es un tema que me fascina. Me alegro de que te guste, Alina, un saludo…